LA MUERTE DE VICENTE MIRANDA
Contados son tus momentos,
Mañana u hoy morirás.
¿Que no avise, extrañarás?
No entiendo de cumplimientos.
Rafael Azcona
Redactó su carta de despedida, como en otras ocasiones, y la colocó estratégicamente dentro del bote de tila. Aquella mañana, Vicente Miranda, había salido de casa antes del amanecer. Tenía la clara intención de arrojarse al pozo de la mimbrera, el mismo al que ya se habían arrojado otros vecinos, según diversas leyendas. Bajó por la calle de la panadería, que ya despedía un suculento aroma. Se cruzó con un esquivo gato blanco y negro. Siguió su camino decidido a culminar su trágico plan. Al torcer la esquina de la lechería se topó con doña Esperanza, una anciana de pelo blanco, moño apretado en la nuca y escrupuloso luto por indumentaria.
- Buenos días Vicente, buena madrugada pegaste hoy para no tener ganado.
- Buenos días doña Esperanza. Voy a por moras e higos, que a los dormilones nunca les tocan.
- Pues yo hoy me levanté mucho antes de lo normal. No sé que barrunta mi cabeza que no he podido pegar ojo… Venga pues, antes que te los coman los pájaros.
Vicente siguió su camino dando pasos cada vez más firmes. Una lechuza le chistó desde lo alto del establo del señor Prudencio. Calla diablo, que ya sabes donde voy, todo el mundo lo sabe –le dijo al animal.
Así, continuó Vicente Miranda con su paso ligero, pues el sol empezaba a despuntar tras el cerro del Lobo, donde había un promontorio que recordaba a tres ejecutados en la Guerra Civil. Pasó casi al trote junto al promontorio, y allí, sentado bajo un chaparro, pelaba una manzana Casimiro cien vidas, uno de los tres fusilados.
- Pero Casimiro, que ya despunta el sol ¿qué haces por aquí? –le dijo Vicente.
- Pues esperarte, qué narices voy a hacer. Anda y vuélvete a la cama, que la noche sólo es para las alimañas y los muertos, y tú no eres ni lo uno ni lo otro.
No llegó ni a detener su paso ligero sin tiempo de replicar al alma de Casimiro cien vidas. Siguió hasta que tocó el brocal del pozo de la mimbrera. Los primeros rayos de sol, procedentes del cerro del Lobo, iluminaron todo el valle. Vicente se asomó al pozo y no vio nada más que piedras. Había sido cegado muchos años atrás. Volvió arrastrando los pies, pasando junto al promontorio de muertos de la Guerra Civil; el establo del señor Prudencio, del que solo quedaban unas ruinas; la antigua lechería, cerrada muchos años atrás. Compró un pan recién hecho y se dispuso a desayunar tomando una aromática tila, como en otras ocasiones.
Alberto Villares.