CHAN-TATA-CHAN
Es verano, me he levantado pronto y me he puesto a regar las plantas que tengo en mi terraza. Al término de esta operación, el frescor penetra por toda la casa. No me considero maniático, pero confieso que un extraño orden domina toda la casa. Lo habitual, es que la gente tarde años en completar esa perfección hogareña que nos coloca en un estado de clímax. Yo tardé tan solo unos días. No, no penséis que mis recursos económicos me procuraron dicho clímax hogareño en tan poco tiempo. Fue otra cosa.
Todo comenzó una tarde de invierno en que había salido a dar un paseo. Me gusta recorrer la calle más comercial de mi ciudad y revisar todos los escaparates. Me suelo detener ante el expositor de las fruterías para disfrutar de semejante crisol de formas y colores. También hago una corta parada en el escaparate de la tienda de electrodomésticos. Me coloco frente a varios televisores de diferentes tamaños e intento seguir sus imágenes todas a la vez.
El caso es que, aquel día, los televisores daban un programa en el que salía un mago. Seguro que os suena, uno que se llama Juan Tamariz. Me pareció alucinante cómo, con la ayuda de una simple varita mágica, dio un toquecito en su sombrero, levantó los brazos, dijo ¡chan-tata chan!, y sacó un fajo de billetes de cincuenta euros. Aquella aparición me provocó tal asombro que regresé a casa sin parar de pensar en aquél simple artilugio. En la varita mágica de Juan Tamariz.
La varita, la varita, el poder de crear fajos de dinero con un simple chan tata chan: la cabeza me daba vueltas. La de cosas que podría comprar gracias a esa varita mágica. Podría ser dueño de…, de una finca inmensa, de una montaña, de un país, de una nave para explorar el espacio. ¡Cualquier cosa!
Localicé donde sería su próxima actuación. Era en un teatro. Acudí el día de su función, disfruté y aplaudí como un espectador más. Salió del teatro y le seguí como si fuera un detective privado. Para ejecutar la operación no dudé en ponerme una gabardina larga, cambiarme la raya del pelo y ponerme unas gafas sin graduar. Mi mirada se clavaba en su cabellera larga y canosa cubierta por un sombrero negro de ala ancha. Le miraba y repetía mi neurótica letanía: chan-tata-chan…, chan-tata-chan.
Finalmente, aproveché el momento en que entraba en el portal para darle un fuerte empujón que le hizo caer y golpearse contra la pared. Entre el susto y el miedo quedó paralizado. Abrí su maletín, lo vacié bruscamente sobre la moqueta y allí estaba, la varita mágica. Le pedí disculpas por el golpe y también le pedí un autógrafo (ya de paso). Me llevé su varita mágica y desaparecí del portal de Juan Tamariz para dirigirme hasta mi casa. Durante todo el camino fui abrazado a la varita mágica, mi varita mágica, y repitiendo mi letanía de chan-tata-chan, chan tata-chan, chan-tata-chan…
Al llegar a casa busqué un sombrero, una chistera, una gorra, ¡algo! Finalmente utilicé una gorra publicitaria que nunca me ponía por vergüenza. La puse sobre una mesa, la miré fijamente, me concentré en lo que quería, empuñé la varita mágica, levanté los brazos, abrí la boca y los ojos como si fuera en una montaña rusa y grité: ¡chaaaaan-tata-chaaaaaan! Cerré los ojos y metí la mano en la gorra. No podía creerlo pero allí estaba. ¡Un taco de billetes de quinientos euros en perfecto estado! Los cogí y los olí. Eran de verdad. Los guardé y pasé la noche pensando en qué me los podría gastar.
Al día siguiente salí a la calle, repitiendo mi letanía de chan tata chan, y me dirigí a una famosa fábrica de muebles y menaje del hogar. Pasé y pedí que me acompañara uno de los dependientes. No me compliqué mucho. Fue tan sencillo como ir diciendo: Quiero toda esa cocina, todo ese salón, toda esa habitación, y esa también, aquel despacho, y, nada más. ¿Me lo llevan a casa?
En menos de cuarenta y ocho horas mi casa había dado un cambio tan radical que no me atreví a confesárselo a nadie. Disfruté de su ambiente acogedor. Encendí el televisor nuevo de plasma, puse los pies sobre la mesa y encendí un cigarro. Lo terminé, apagué el televisor, bostecé y salí a pasear a la calle.
Llevaba encima la varita mágica. Era realmente tentador cambiar la realidad de las cosas. Así, si veía una rosa marchita, la daba un toquecito con la varita y ¡chan tata chan! La rosa se ponía esplendorosa; Si veía un niño llorando, chan tata chan, y sonreía; Si veía un coche averiado, chan tata chan, y funcionaba; y así, me dediqué a hacer buenas acciones.
Al regresar de mi paseo, encontré a un pobre mendigo tumbado en el suelo y arropado con unos cartones. Llevaba una bufanda que le tapaba la cara y un gorro de lana. Tenía un platito con algunas monedas que la gente le habría echado. Comprended que uno tiene su corazoncito. Con la varita mágica, y mi chan tata chan, hice que en el platillo apareciera un taco de billetes de cincuenta euros. Le desperté para que guardara el dinero y me marché orgulloso de mi buena acción.
Me dispuse a cenar, estaba realmente cansado. Me quité los zapatos y abrí el cajón en el que pretendía guardar la varita mágica pero, no la llevaba encima. Me miré por todas partes y busqué por toda la casa. ¡Había perdido la varita mágica! Salí a la calle y busqué por el mismo recorrido que había hecho. Sin duda, la varita debería haberse perdido entre mi casa y el punto donde se encontraba aquel mendigo pero, aquel hombre, ya no estaba.
Pocas veces en mi vida he sentido semejante frustración. Realmente cabizbajo regresé a casa. Observé todos los muebles que había comprado, pero ni tan siquiera estos placeres lograron disipar mi gran pesadumbre. Me metí en la cama y medité sobre las consecuencias que podría tener la pérdida de la varita mágica. Pasaron los días, pero todo seguía igual.
Reanudé mi rutina de salir a pasear y ver escaparates. Me detuve, como era habitual, en el escaparate de televisores, y, en el televisor más grande, estaban dando un programa de entretenimiento. Acababan de dar paso al espectáculo de un famoso artista. No podía creerlo pero, era Juan Tamariz. Sentí lástima por haberle quitado la varita mágica, y por haberle agredido, claro está. Pero, cual fue mi sorpresa cuando se dispuso a realizar el número de la chistera y ¡la varita mágica! Sin duda se debería tratar de otra varita mágica. Dijo su chan tata chan, dio un toquecito con la varita en la chistera y apareció un conejo. Un conejo blanco con ojos rojos y que no paraba de mover el hocico.
Volví a casa pensando que, tal vez, aquel mendigo al que ayudé podría ser el mismísimo Juan Tamariz. Que habría influido en la varita para que me hiciera a salir a la calle y llevarme ante él. Que la varita mágica habría vuelto a las manos del único que sabía usarla. O que todo era fruto de nuestra imaginación y las varitas no eran capaces de crear dinero ni conejos. Lo cierto fue que, regresé a mi impecable casa, y me sentí feliz por el desenlace de esta historia.
Alberto Villares