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sábado, 13 de junio de 2015

Este jueves... Pecados capitales

Este jueves, nuestra querida Charo, nos anima a escribir sobre pecados capitales. Cada cual que escoja a conciencia y que escriba a placer. Aquí podrás ver mi aportación, y en el blog de Charo, muchos más. Que los disfrutes.



GALLINAS 

Pedro, el mantúo*, entró cabizbajo en la iglesia, se dirigió al confesionario, se reclinó y dijo: Padre, confieso que he pecado. En ése momento, Don Segismundo, el párroco, salió del confesionario y le dijo a Pedro ¡Hombre no te preocupes! ¡Acompáñame! ¡Verás cómo acabamos con ésos pecados! 

Segismundo, el párroco, empujó una falsa pared, que se abrió y les dio paso al ring parroquial ¡Ponte cómodo!, allí tienes unos calzoncillos amarillos, los guantes rojos y las zapatillas moradas–le dijo el párroco al mantúo. 

Una vez convertidos en boxeadores, el mantúo y el párroco, comenzaron a moverse por el cuadrilátero como si tuvieran resortes en los pies. Segismundo, el párroco, era famoso en la comarca por su derechazo fulminante. A Paco, el mantúo, le temblaban las canillas. No podía imaginarse que, irse a la era con Mariana, la porquera, le fuese a costar semejante paliza. 

Las viejas del pueblo, todas de negro y alrededor del cuadrilátero, gritaban como posesas y alababan al párroco, que se quitó los guantes y bajó a que le besaran la mano. Mientras, el pobre mantúo, más mantúo que nunca, yacía en el centro del cuadrilátero: el tabique nasal roto, la ceja izquierda abierta, la boca ensangrentada…, horrible. 

Unos monaguillos se llevaron a Paco, el mantúo, más mantúo que nunca, a su casa. Las viejas se quedaron dormidas como si fueran gallinas apiñadas sobre el palo de un gallinero. Y Segismundo, el párroco, volvió a ponerse la sotana y reinició sus quehaceres. 

Rufo, el herrero, entró cabizbajo en la iglesia, se dirigió al confesionario, se reclinó y dijo: Padre, confieso que he pecado. Mientras, de la calle entraban voces de vecinos que celebraban el resultado de las Elecciones Generales, y gritaban vivas a la República. 

* Palabra extremeña. Triste, alicaído. Se aplica al ganado. Ejemplo.: un pollo mantúo. 


 Alberto Villares.



Muchas gracias Charo, como siempre, has llevado la convocatoria de forma ejemplar.

sábado, 28 de febrero de 2015

Este jueves... una canción

BUTCH CASSIDY AND THE SUNDANCE KID


Este jueves, nuestro amigo Juan Carlos, en su blog ¿Y qué te cuento? nos propone escribir sobre alguna canción que haya tenido algún significado en nuestras vidas. Nunca me había parado a pensarlo pero, la famosa Raindrops Keeps Fallin´ on My Head (gotas de agua siguen cayendo en mi cabeza) que acompañó a la película Dos Hombres y un Destino, (en aquella época y aún ahora, los españoles no éramos capaces de leer su verdadero título, que es el de esta entrada, y hubo que buscar algo más cercano) es todo un alegato en favor de la búsqueda de la libertad.

La amistad entre Butch Cassidy (Paul Newman), Sundance Kid (Robert Redford) y Place (Katherine Ross) así como su amor a la libertad, queda patente en multitud de imágenes del film. Y, como en la vida misma, la libertad acaba por ser doblegada por la ley, en ocasiones injusta. 

De las estepas del lejano oeste norteamericano, en el mismísimo estado de Wyoming, hasta el cono sur, pasando por Buenos Aires y acabando sus andanzas en territorio Boliviano (como más tarde el mismísimo Che Guevara), su libertad recorrió el mundo sin conocer fronteras. Estos dos hombres, Butch y Longabauth (Paul Newman y Robert Redford) encontraron su destino final: la muerte. 

Place (Katherine Ross), la compañera de ambos pues, en efecto, parece haber un lazo afectivo y amoroso entre los tres protagonistas, fue más previsora y marchó a norteamérica antes de tan fatídico desenlace.

Os dejo el enlace para que lo disfrutéis, y una mera traducción cuya letra te hace pensar. Al menos a mí.



Traducción al español, un tanto simplón:

Gotas de lluvia siguen cayendo en mi cabeza
Y como el hombre cuyos pies son muy grandes para su cama
Nada parece encajar
Esas gotas de lluvia caen en mi cabeza, siguen cayendo

Así que hablé con el sol
Y le dije que no me gustaba la manera en que hacía las cosas
Se quedó dormido en el trabajo
Esas gotas de lluvia caen en mi cabeza, siguen cayendo

Pero hay cosas que sé
La tristeza que esas gotas me hacen sentir, no me vencerán
No pasará mucho tiempo para que la felicidad venga a saludarme

Gotas de lluvia siguen cayendo sobre mi cabeza
Pero eso no significa que mis ojos enrojezcan pronto
El llorar no es para mí
Porque no voy a parar la lluvia quejándome
Porque soy libre
Nada me preocupa

No pasará mucho tiempo para que la felicidad venga a saludarme

Gotas de lluvia siguen cayendo sobre mi cabeza
Pero eso no significa que mis ojos enrojezcan pronto
El llorar no es para mí
Porque no voy a parar la lluvia quejándome
Porque soy libre
Nada me preocupa

sábado, 14 de febrero de 2015

Este jueves... Máquina del tiempo



PRESIONE EL BOTÓN AZUL 

Por fin he experimentado mi primer viaje en el tiempo. No ha sido lo que yo esperaba pero ha sido bueno, y breve. Dos veces bueno, como se suele decir. 

La compré en las rebajas. Estas navidades se han vendido como churros. Conocer a Cervantes era demasiado tentador. Me trajeron la máquina a casa y se llevaron los embalajes. Todo un detalle por su parte. Al principio me sentí un poco ignorante con tantos botones, colores y pantallitas. Al final me armé de valor y me metí en la máquina. Escribí su nombre completo: 

M I G U E L D E C E R V A N T E S S A A V E D R A

, y presioné el botón rojo central. 

La máquina comenzó a girar por dentro como si fuera una turbina. Con tantas vueltas a mi alrededor empecé a marearme. Una voz robótica me ordenó que cerrase los ojos durante unos segundos. Un pitido, como el de un microondas, me avisó que el proceso ya había terminado. 

Abrí los ojos y allí estaba, ¡el mismísimo Miguel de Cervantes! El habitáculo era pequeño y allí estábamos los dos frente a frente. Él, con barba refinada y pomposa gorguera blanca en el cuello. El resto de su vestimenta era negra y, por pantalón, llevaba unas polainas que le daban cierto aspecto de ave zancuda. Yo, en pijama. 

Su mirada era inquisidora, mortecina y sobria. No decía nada, tan solo me observaba como preparándose para espetarme una especie de reprimenda. De repente, para mi sorpresa, rompió su silencio: 

“Qué cansinos que son ustedes, déjenme en paz, por favor. ¿Sabe con cuántas personas me he encontrado esta semana? Con dos al día, y, en ocasiones ¡hasta con cuatro! Se lo suplico, presione el botón azul, ése de ahí arriba, y devuélvame a mi casa. Ya no puedo más”.

Un sentimiento humanitario y su mirada triste me animaron a obedecerle. Presioné el azul, me dijo “adiós”, le dije “un placer”, y desapareció. 

Lo tuve claro: no hacer a los demás lo que no me gustaría que me hiciesen a mí. Por eso, llamé al centro comercial y les pedí que volvieran a por la máquina. Tenía un defecto de fábrica: que en lugar de transportar del presente al pasado, transportaba del pasado al presente. 

Cuando entró el comercial en casa para llevarse aquel trasto, me dijo, algo desafiante, que la culpa era de nosotros los compradores. Que en la letra pequeña de las instrucciones lo dice bien claro: la máquina no te lleva al pasado sino que te lo trae a tu casa. Pensé en el pobre Cervantes y en el resto de personas que ya no estuvieran en este mundo. Le dije al comercial que, si el mercado queda en manos de la oferta y de la demanda, sin ninguna regulación, acabaremos por destruir todo nuestro pasado. El comercial, con cierto aire de indiferencia, me dijo: psssss, y qué quiere que yo le haga. Bueno, me llevo la máquina, y que sepa que sólo le devolveremos el cincuenta por ciento del importe: por haberla usado. 


Alberto Villares


Tenéis más viajes en máquinas del tiempo en la entrada de más abajo de este mismo blog.

jueves, 12 de febrero de 2015

Vuestros viajes en el tiempo



Y llegó el jueves y con el jueves vuestros fieles relatos. Están llegando viajes en el tiempo de lo más variopintos. Os animo a que los disfrutéis con su lectura y los comentéis. Aquí iré dejando vuestros enlaces. Mi relato espero que sea concebido esta tarde o a lo más tardar mañana. ¡Salud!









sábado, 7 de febrero de 2015

Este jueves... Máquina del tiempo



Y después de tantas semanas perdido en la vida real, vuelvo a esta vida virtual. La máquina que separa ambos mundos no es otra que un simple ordenador portátil (parece que ya ni los ordenadores desean estar siempre en el mismo sitio), y es la que me lleva hasta vosotras y vosotros. Como voy a llevar esta convocatoria juevera, casi ná, os propongo entrar en una máquina del tiempo (sí, como si existiera), y viajar a la época  o año que más os apetezca: que os encontréis con la persona que siempre quisisteis conocer en persona. ¿Qué le diríais?, ¿intentaríais cambiar el futuro?, ¿o simplemente no diríais nada y os limitaríais a observar? Sería una estancia corta de nos más de veinticuatro horas, así que, ¡aprovechad el tiempo!




Las normas ya tan conocidas no son más que: intentar ser breve para que todos puedan ser leídos, utilizar la fotografía que os propongo o la que más os apetezca, enviar el enlace de vuestro relato (no únicamente el de vuestro blog), y un poquito de ajo y perejil machacao, que le da mu buen sabor a tó.

¡A VIAJAR!

lunes, 26 de enero de 2015

Poderes...




CHAN-TATA-CHAN 

Es verano, me he levantado pronto y me he puesto a regar las plantas que tengo en mi terraza. Al término de esta operación, el frescor penetra por toda la casa. No me considero maniático, pero confieso que un extraño orden domina toda la casa. Lo habitual, es que la gente tarde años en completar esa perfección hogareña que nos coloca en un estado de clímax. Yo tardé tan solo unos días. No, no penséis que mis recursos económicos me procuraron dicho clímax hogareño en tan poco tiempo. Fue otra cosa. 

Todo comenzó una tarde de invierno en que había salido a dar un paseo. Me gusta recorrer la calle más comercial de mi ciudad y revisar todos los escaparates. Me suelo detener ante el expositor de las fruterías para disfrutar de semejante crisol de formas y colores. También hago una corta parada en el escaparate de la tienda de electrodomésticos. Me coloco frente a varios televisores de diferentes tamaños e intento seguir sus imágenes todas a la vez. 

El caso es que, aquel día, los televisores daban un programa en el que salía un mago. Seguro que os suena, uno que se llama Juan Tamariz. Me pareció alucinante cómo, con la ayuda de una simple varita mágica, dio un toquecito en su sombrero, levantó los brazos, dijo ¡chan-tata chan!, y sacó un fajo de billetes de cincuenta euros. Aquella aparición me provocó tal asombro que regresé a casa sin parar de pensar en aquél simple artilugio. En la varita mágica de Juan Tamariz. 

La varita, la varita, el poder de crear fajos de dinero con un simple chan tata chan: la cabeza me daba vueltas. La de cosas que podría comprar gracias a esa varita mágica. Podría ser dueño de…, de una finca inmensa, de una montaña, de un país, de una nave para explorar el espacio. ¡Cualquier cosa! 

Localicé donde sería su próxima actuación. Era en un teatro. Acudí el día de su función, disfruté y aplaudí como un espectador más. Salió del teatro y le seguí como si fuera un detective privado. Para ejecutar la operación no dudé en ponerme una gabardina larga, cambiarme la raya del pelo y ponerme unas gafas sin graduar. Mi mirada se clavaba en su cabellera larga y canosa cubierta por un sombrero negro de ala ancha. Le miraba y repetía mi neurótica letanía: chan-tata-chan…, chan-tata-chan. 

Finalmente, aproveché el momento en que entraba en el portal para darle un fuerte empujón que le hizo caer y golpearse contra la pared. Entre el susto y el miedo quedó paralizado. Abrí su maletín, lo vacié bruscamente sobre la moqueta y allí estaba, la varita mágica. Le pedí disculpas por el golpe y también le pedí un autógrafo (ya de paso). Me llevé su varita mágica y desaparecí del portal de Juan Tamariz para dirigirme hasta mi casa. Durante todo el camino fui abrazado a la varita mágica, mi varita mágica, y repitiendo mi letanía de chan-tata-chan, chan tata-chan, chan-tata-chan… 

Al llegar a casa busqué un sombrero, una chistera, una gorra, ¡algo! Finalmente utilicé una gorra publicitaria que nunca me ponía por vergüenza. La puse sobre una mesa, la miré fijamente, me concentré en lo que quería, empuñé la varita mágica, levanté los brazos, abrí la boca y los ojos como si fuera en una montaña rusa y grité: ¡chaaaaan-tata-chaaaaaan! Cerré los ojos y metí la mano en la gorra. No podía creerlo pero allí estaba. ¡Un taco de billetes de quinientos euros en perfecto estado! Los cogí y los olí. Eran de verdad. Los guardé y pasé la noche pensando en qué me los podría gastar. 

Al día siguiente salí a la calle, repitiendo mi letanía de chan tata chan, y me dirigí a una famosa fábrica de muebles y menaje del hogar. Pasé y pedí que me acompañara uno de los dependientes. No me compliqué mucho. Fue tan sencillo como ir diciendo: Quiero toda esa cocina, todo ese salón, toda esa habitación, y esa también, aquel despacho, y, nada más. ¿Me lo llevan a casa? 

En menos de cuarenta y ocho horas mi casa había dado un cambio tan radical que no me atreví a confesárselo a nadie. Disfruté de su ambiente acogedor. Encendí el televisor nuevo de plasma, puse los pies sobre la mesa y encendí un cigarro. Lo terminé, apagué el televisor, bostecé y salí a pasear a la calle. 

Llevaba encima la varita mágica. Era realmente tentador cambiar la realidad de las cosas. Así, si veía una rosa marchita, la daba un toquecito con la varita y ¡chan tata chan! La rosa se ponía esplendorosa; Si veía un niño llorando, chan tata chan, y sonreía; Si veía un coche averiado, chan tata chan, y funcionaba; y así, me dediqué a hacer buenas acciones. 

Al regresar de mi paseo, encontré a un pobre mendigo tumbado en el suelo y arropado con unos cartones. Llevaba una bufanda que le tapaba la cara y un gorro de lana. Tenía un platito con algunas monedas que la gente le habría echado. Comprended que uno tiene su corazoncito. Con la varita mágica, y mi chan tata chan, hice que en el platillo apareciera un taco de billetes de cincuenta euros. Le desperté para que guardara el dinero y me marché orgulloso de mi buena acción. 

Me dispuse a cenar, estaba realmente cansado. Me quité los zapatos y abrí el cajón en el que pretendía guardar la varita mágica pero, no la llevaba encima. Me miré por todas partes y busqué por toda la casa. ¡Había perdido la varita mágica! Salí a la calle y busqué por el mismo recorrido que había hecho. Sin duda, la varita debería haberse perdido entre mi casa y el punto donde se encontraba aquel mendigo pero, aquel hombre, ya no estaba. 

Pocas veces en mi vida he sentido semejante frustración. Realmente cabizbajo regresé a casa. Observé todos los muebles que había comprado, pero ni tan siquiera estos placeres lograron disipar mi gran pesadumbre. Me metí en la cama y medité sobre las consecuencias que podría tener la pérdida de la varita mágica. Pasaron los días, pero todo seguía igual. 

Reanudé mi rutina de salir a pasear y ver escaparates. Me detuve, como era habitual, en el escaparate de televisores, y, en el televisor más grande, estaban dando un programa de entretenimiento. Acababan de dar paso al espectáculo de un famoso artista. No podía creerlo pero, era Juan Tamariz. Sentí lástima por haberle quitado la varita mágica, y por haberle agredido, claro está. Pero, cual fue mi sorpresa cuando se dispuso a realizar el número de la chistera y ¡la varita mágica! Sin duda se debería tratar de otra varita mágica. Dijo su chan tata chan, dio un toquecito con la varita en la chistera y apareció un conejo. Un conejo blanco con ojos rojos y que no paraba de mover el hocico. 

Volví a casa pensando que, tal vez, aquel mendigo al que ayudé podría ser el mismísimo Juan Tamariz. Que habría influido en la varita para que me hiciera a salir a la calle y llevarme ante él. Que la varita mágica habría vuelto a las manos del único que sabía usarla. O que todo era fruto de nuestra imaginación y las varitas no eran capaces de crear dinero ni conejos. Lo cierto fue que, regresé a mi impecable casa, y me sentí feliz por el desenlace de esta historia. 

Alberto Villares